Basta de confiar mis relatos a mi vil memoria, de ahora en adelante se los confiaré a ustedes (porque alguien me está leyendo, ¿no?).

domingo, 19 de febrero de 2012

El tiempo como ente esencial

     -¿Sabes a qué velocidad ibas? -preguntó el oficial mientras me iluminaba con la linterna que sostenía en su mano derecha enguantada.
     -No -contesté quedamente mientras me restregaba los ojos, tratando de espantar el intenso fulgor en plena luz del día.

Suspiró audiblemente y apagó la linterna. Se quitó los lentes de sol y se inclinó hacia mi ventanilla, recostando sus brazos cruzados en el auto, el cual se agitó un poco por su peso. De su chaqueta se desprendía  el olor de carretera quemada por el sol. Sus ojos azules se clavaron en los míos que aún parpadeaban convulsamente.

     -¿Cuánto tiempo llevas dando vueltas, linda?- su tono reflejaba más bien una especie de preocupación paternal, por lo cual no me asusté de su excesiva confianza.
     -Hace unos días, no sé -alcé mis hombros mientras apartaba mi mirada de su rostro rubicundo.
     -No. Me refiero a dando vueltas, errabunda, perdida. 

Le devolví la mirada, y me percaté de su suave semblante.

     -Toda la vida- dije en un hilo de voz entrecortado por lágrimas.
     -¿Ves esos pájaros? -dijo señalando las copas de los árboles, donde construían sus nidos -. ¿Ves el azul del cielo en lo alto, el verdor de la vegetación a tu alrededor?

Asentí mientras miraba a través de mis ojos nublados.

     -¿Ves los demás autos que pasan por aquí, a los conductores que van cantando alegremente? Ahora los ves, pero ¿cómo vas a verlos si siempre andas aprisa, buscando nada en la nada, queriéndote adelantar a los hechos?

Rozó mi mano con la suya, mientras con la otra se volvía a colocar los lentes.

     -La vida es lo mismo que el tiempo. Tomar tiempo para admirar las cosas es lo mismo que vivir. Vete tranquila, hija.

Irguió su postura y caminó hacia su motocicleta, en la cual se sentó y esperó pacientemente a que decidiera salir de mi abstracción y acelerar. Por más que me detuve a contemplar las ráfagas del viento, los colores de las flores y las olas del mar en el resto del trayecto, nunca lo volví a ver, nunca pude agradecerle.

lunes, 30 de enero de 2012

Superficie ignota.

     Baja la cabeza mientras camina, aparentemente pensativo. La inclinación de su nuca traza un ángulo perfecto, él no lo sabe, se encuentra pensando. Las cavilaciones lo mantienen absorto, intuyo, mientras se desliza entre la gente. Logra eludir los obstáculos móviles e inmóviles que se interponen en la vereda, no sin cierta tierna torpeza. Actúa como aquellos personajes de las novelas, de los largometrajes cinematográficos, que, perdidos en la meditación, llaman la atención de los demás transeúntes. Me pregunto qué está pensando, es imposible no hacerlo. Quizás ridiculiza internamente lo absurdo de la sociedad, su vano ajetreo diario y su constante quebranto a la mansedumbre divina. Quizás está intentando descifrar el sentido de la vida, cuestionando su existencia, rompiendo los dogmas de la metafísica. Posa una mano en el morral que sostiene de un solo hombro, evitando que se zarandee excesivamente debido al brusco movimiento que necesita para desplazarse de ese modo inquitante. La otra mano está perdida frente a él, no la puedo ver desde mi posición, pero puedo adivinar con certeza que la mantiene ocupada con un libro cuyas hojas amarillentas contienen toda la inteligencia humana, o, mejor aún, quizás posa sus dedos sobre su mentón, en actitud filosófica.

      Me emociono. Empiezo a perseguir al joven sigilosamente, haciendo caso omiso a que hacía muchos pasos ya había pasado el cine, lugar donde se suponía me esperaban. Comienzo a percibir en el halo de misterio que le atribuyo al joven frente a mí un aura encantadora que me atrae, que cual efecto magnético, impide que mis pasos tomen otro curso. Reparo en sus elegantes hombros rectos y en el cabello castaño que le cae, rebelde, sobre la nuca gacha. Sus prendas son oscuras, algo holgadas pero sin rayar en lo bohemio ni en la presunción de falsa excentricidad que tienen los pedantes. Sus piernas son largas y el ritmo de sus pasos, aunque algo trepidante, es regular. Aprendo a seguirlo fácilmente. Me pregunto a dónde va, qué le espera. Ha de ser un recinto cuyo aire esté grávido de pensamientos en sintonía con los suyos, quizás haya más personas como él, un recinto donde la misma originalidad que exuda su persona en concentración con las demás dé como resultado un estereotipo singular que se oponga a la existencia de todo tipo de generalización, incluso a la propia.

       Él no me ha visto, no está consciente de mi existencia y de que lo sigo. Quizás tampoco sea consciente de las personas que le rozan los brazos mientras intentan hacerse paso, del pavimento agrietado y las hojas marchitas sobre las cuales camina y que emiten un chirrido peculiar cuando se las pisa, del sol que acaricia la pálida piel de sus antebrazos desnudos, del viento que hace ondear sus cabellos. Lo único existente es su preocupación metafísica que se plasma frente a sus pupilas como colores abstractos que danzan en una superficie ignota, me aventuro a asegurar. Quizás ya conoce la ruta, producto de emprenderla diariamente rumbo a quién sabe dónde, y no necesita guiarse con la vista. Quizás hasta conoce los obstáculos, por más improvisados y caóticos que puedan llegar a ser, la niña de trenzas que anda de la mano de un hombre y evita con saltos las grietas alegremente sin importarle a quién golpeen sus ásperas coletas, el perro que han sacado a pasear que quiere enredar su correa en sus pies. Pero no, a ambos los evita con precisión cuando le pasan por al lado, no sin romper el ritmo de sus pasos por décima de segundo, naturalmente, pero continúa hábilmente, evitando los otros obstáculos, como si los conociera de antaño.

      Pero no conoce mi existencia, o si lo hace, sabe disimular la natural reacción ante ser perseguido por alguien desconocido. Su postura no ha cambiado desde que mis ojos lo divisaron en la multitud. Intuyo que su destino no ha de estar tan lejos, ya que hace mucho sobrepasamos los minutos que la gente considera prudentes para caminar de un lugar a otro y no conseguir un medio de transporte rentable. Temiendo tal casualidad, decido, no sin desbordada expectación, llegar a ver su cara y quizás aventurarme a hacer un comentario cualquiera sobre el clima o el juego de fútbol del que todos habían estado hablando, antes de cometer la osadía de cuestionar su llamativa actitud. Ansiosa, acreciento la velocidad de mis pasos hasta caminar junto a su hombro izquierdo. Considerando aceptable mirarlo directo al rostro, giro mi cuello y le dirijo mi mirada. La tierra debió sacudirse intensamente bajo nuestros pies y el viento debió zarandearnos bruscamente hasta hacernos caer, pero no hubo ningún movimiento terrestre ni atmosférico, no se cayeron los cielos ni se agitó el mar en la lejanía. Mi decepción era grande, lo suficiente como para alterar los patrones del universo, y sin embargo no se alteró nada en el orden natural de las cosas. La mano que había estado segura de que sostenía algo valioso, algo tan prometeico como lo sabía a él, la mano que se suponía se crisparía sobre sus tendones para sostener un lápiz con el cual plasmaría todo lo que creía su mente albergaba, sujetaba un teléfono móvil, cuya pantalla miraba hipnotizado, como aquellos tantos otros jóvenes en el patio del colegio, en las marquesinas, en los centros comerciales. Él no era más que uno de ellos, no un filósofo, no un futuro hombre de arte o de ciencias. Mucho hubiese preferido que las facciones de su rostro fuesen repulsivas, que presentaran una terrible deformación, pero ya no importaba qué tan sonrojadas estaban sus tiernas mejillas ni qué tan perfilada fuera su hermosa nariz, ni qué tan largas fueran las pestañas que se alzaban sobre sus ojos.

       Freno en seco, el dolor esporádico se traza en mi semblante, él se detine por unos cuantos segundos a contemplarme, como si estuviera loca. Gira sobre sus talones y vuelve a caminar como si nada, con la nuca baja, sin percatarse de las grietas en la acera, de las hojas marchitas, del sol ni del viento. Camina, hasta desaparecerse entre la gente, como uno más del montón. Quizás sí estoy loca, quizás sea yo la única que camina por la calle pensando en conceptos inalcanzables para los demás. Sólo entonces me percato la posición de mi mano, la cual posaba en mi barbilla durante todo el trayecto. Me devuelvo sobre mis pasos y emprendo la marcha hacia mi destino original, trantando de suprimir el suceso desalentador, ocupando mi mente con otros pensamientos... Quizás sea yo la única.