Basta de confiar mis relatos a mi vil memoria, de ahora en adelante se los confiaré a ustedes (porque alguien me está leyendo, ¿no?).

sábado, 27 de agosto de 2011

Existo


     Una pared de músculos ya no aprisiona mis extremidades. Ya no hay oscuridad. Formas incomprensibles de proporciones inmensas luchan entre sí por un espacio limitado en una dimensión inestable. Les siguen los colores, tonos infinitos que se funden, que danzan sobre las figuras, desconociendo la superficie que deben ocupar. Se escapan. Viajan a través del espacio indefinido que nos separa, lo atraviesan, lo cortan, se posan sobre otras siluetas, dejando atrás oscuridad e iluminando su destino. Luz. Unas formas se mueven, otras no. Unas se agitan de un lado a otro en un patrón impreciso, zarandeadas por un espectro invisible ante mis ojos. Aire. Las figuras cuya fuerza y peso superan los del viento y se mueven por sí mismas adquieren rasgos, detalles. Concluyo que fueron esculpidas cuidadosamente, basándose en un mismo modelo, un molde común, variando únicamente en cuanto a tamaño y color. Los hechos se suceden unos a otros, a veces coinciden, pero una vez ocurridos no se renuevan, sólo se imitan. Tiempo. Mis manos se abren paso entre la superficie transparente. Intentan asirla, fallan. Muevo mis dedos sobre el límpido telón, trazando figuras igualmente invisibles. Soy sostenido por objetos, mi tacto los percibe, ¿me sentirán ellos a mí? Discierno una sensación de otra. La aspereza, la suavidad, la dureza, el frío, el calor. Seguramente cada forma tiene una textura y una temperatura distinta, quizá tan numerosos como los colores. Una sensación desagradable surca mi piel. Dolor. Inhalo el aire grávido de aromas. En él hay dulzura, acritud, amargor con sus respectivas intensidades. No puedo acapararlos por mucho tiempo. Exhalo, y junto al aire despedido se desprende de mí una vibración que resuena en el espacio. Sonido. El proceso se repite incansablemente. La sonoridad continúa, no sólo yo y las formas la emiten, proviene de un exterior ignoto, donde se inoculan e intercambian notas, acordes. Cesan mis gritos. Puedo apreciar lo agudo y lo grave, lo alto y lo bajo sin necesidad de atribuírles un significado. No lo necesitan. Mis sentidos trabajan juntos, recibiendo cada estímulo y fusionándolos, creando así un ambiente permanentemente cambiante, armónico. Unas manos similares a las mías me sujetan. El ser me refugia en sus brazos. Los susurros que profiere, aun no pueda decodificar el mensaje que pretenden transmitir, me tranquilizan, me inspiran confianza, me hacen sentir más allá de mi cuerpo físico. Amor, algo más sublime que el hecho de que ahora existo aun desconozca mi origen inescrutable. Amor, mi semejante pronuncia. Lo entiendo.

miércoles, 24 de agosto de 2011

Lo irrelevante

El tiempo, obnubilado por las situaciones que en él ocurren, pasa desapercibido. Deja tras de sí las ráfagas del final anticipado que nos rozan pero que apenas notamos. Ya no tiene intenciones, nosotros se las adjudicamos, lo culpamos aun no lo vemos, lo llamamos aun no lo queramos. El viento se lleva las huellas de lo que alguna vez fue, pero no a nosotros, que creemos mantenerlas y jugamos a imaginar su existencia. Si algo se acaba jamás vuelve a comenzar. Las acciones se imitan pero jamás se repiten. Nada es relevante, nada queda más que nosotros mismos y las repercusiones de lo que ya fue que cargamos voluntariamente. El tiempo pasa y creemos que la brisa que le arrebata el pigmento a nuestro cabello y marca las expresiones en nuestro rostro, es obra de un despiadado plan superior. ¿Lo es? ¿Lo son las acciones esporádicas, los actos superfluos, los sentimientos breves? No. No lo son. Todo pasa, nada queda. El tiempo no nos considera merecedores de su mirada. Todo es irrelevante.

domingo, 14 de agosto de 2011

Lluvia


(Relato de una hija)

Siempre me ha gustado ver el cielo nublado. No muchos aprecian la magnificencia de aquella nube que se posa sobre la ciudad, inexorable, de andares garbosos, amenazando con romper en llanto ante cualquier estímulo. Hay quienes al atisbarla osan llamarla mal tiempo. Temen a la lluvia, al olor a tierra mojada que se inmiscuye hasta en el territorio más urbanizado. Temen que la lluvia estropee aquella excursión a la playa con los amigos, aquella parrillada en casa de unos colegas. Temen que por su causa se vean encerrados en sus respectivas moradas, obligados a compartir tiempo con sus familiares. Prefieren dormir, consolándose con que, aun malogren los proyectos, las gotas que golpean bruscamente el vidrio de sus ventanas tienen una utilidad: invocar el sueño. Sin embargo, a veces las mismas gotas se empeñan en hacer lo contrario. Ellos se levantan en la noche precedida por un día soleado, enfadados. Maldicen al meteorólogo de aquella renombrada cadena de noticias, quien había pronosticado un falso panorama nocturno. Nadie les había dicho que iba a llover, nadie miró al cielo crepuscular para contemplar cómo las nubes se amontonaban hasta convertirse en una. Estaban demasiado ocupados con su teléfonos móviles, con los juegos de video, con el nuevo rumor sobre una infame vecina. Olvidaron cerrar las ventanas y ahora están empapados, se espabilaron porque en sus pesadillas naufragaban en un océano que al despertar no era más que sus sábanas. Maldicen un poco más y se duermen en un sofá con las sábanas secas que han sacado del armario, que el servicio se encargue de deshumedecer la cama en la mañana. Pero los que amamos la lluvia todavía existimos. Nos entretiene el compás de su caer, a veces sereno, despreocupado, apenas imperceptible, a veces apresurado, violento, furioso. La vemos manifestadas en gotas que se deslizan sobre nuestras mejillas, recordándonos que estamos vivos. Ver la lluvia caer me devuelve a mi infancia. Me devuelve a aquellos días en que Roberto, mis padres y yo escapábamos de la algarabía urbana para introducirnos en un bosque frondoso y aislado, en una cabaña que a mis ojos pueriles era inmensa y afable. Papá, más allá del entendimiento de la meteorología, podía pronosticar el tiempo atmosférico con una precisión digna de quien la establece. Algunos viernes llegaba temprano de su oficina, y con la seguridad de que llovería todo el fin de semana, nos ordenaba con gentileza que guardásemos en un morral nuestras pertenencias y con una celeridad hercúlea partíamos en su carro hacia la autopista. Yo, la aventurera, estaba encantada con los arrebatos de papá, de quien heredé dicha cualidad. A él y a mí nos encantaba trepar los árboles, pescar en el lago, dormir a la intemperie y bañarnos en la lluvia. Roberto todavía era muy pequeño para entusiasmarse, y mamá no hacía más que sacudir la cabeza de un lado a otro en negación y repetir en tono quejumbroso: lo que van a pescar en ese lago es un resfriado.

La razón por la que sucumbo ante un cielo nublado no es por saberlo presagio de buenos momentos, sino por su llana grandiosidad, su discreta belleza. Lo admiro más que a la lluvia misma. En él veo paciencia, cierta tierna indecisión. Lo veo dudar, no sabe si despojarse de su carga o si es mejor cumplir con el deseo de la mayoría y disolverse, desaparecer. El momento en que una nube adquiere forma de cielo y una ligera brisa con aroma de los cedros me hace tiritar es uno de los más placenteros.

Hoy el cielo está blanco, totalmente cubierto por esa masa de agua suspendida en la atmósfera. Camino por la acera, todavía húmeda por la llovizna que cayera hace unas horas. Los pedestres caminan presurosos, temiendo que la lluvia eche a perder sus peinados y sus caras pintadas. Me lanzan miradas desdeñosas, les preocupa la razón que me ha llevado a esbozar una sonrisa en medio un caos urbano tan explícito. Unos niños, aprovechando la sensación de libertad que les causa prescindir de sus madres por un cuarto de hora, se persiguen entre sí, vociferando palabras atrevidas. Unos hombres apostados frente a las tiendas fingiendo ver los escaparates le lanzan cumplidos de intenciones dudosas a las mujeres. Los automóviles que se desplazan a mi izquierda alternan el chirrido de los frenos con el sonido punzante de sus bocinas, espantando a quienes tienen la necesidad de cruzar la calle así como a los vendedores ambulantes y mendigos. Me noto imperturbable, me he entretenido con el clima. Es tentadora la idea de reducir la velocidad de mis pasos, extendiendo así mi trayecto hacia mi apartamento, pero Adriano, probablemente envuelto en un olor a tabaco, me espera.

¿Cómo no relacionar el tabaco con papá? Cuando no trabajaba, sin duda los momentos preferidos de su carácter bohemio, sacaba del receptáculo de su estante una caja de cigarros. Yo, a veces escondida tras el diván carmesí  de la sala, lo observaba encender uno y colocarlo entre sus labios. Él leía, charlaba con un amigo o miraba un partido de fútbol, e inconscientemente apartaba el cigarro de su boca y soplaba el humo que por unos instantes había aprisionado en sus pulmones. Con la indiferencia de un autómata, depositaba la colilla del cigarro en el cenicero y de la misma caja extraía otro. Una vez depositado en su boca, sus dedos se desentendían del asunto hasta que el proceso se repitiese. Siempre que se disponía a fumar yo trataba de permanecer cerca. Dejaba que el agradable olor resultante de este acto inundara mis pulmones.

Mamá nunca estuvo de acuerdo con que papá fumase. Ella nunca estuvo de acuerdo con nada que significara desinhibición para él. Pero sin duda lo prefería fumando dentro de casa, aun evocase llanto en el niño y deseo de seguir sus peligrosos pasos en la niña, que buscando su muerte fuera de ésta. No toleraba sus ansias de aventura. Se había casado con un hombre de quien desconocía su pasión por la adrenalina, la cual había adquirido después de una década de vida sedentaria en una ciudad, regido por las normas de la rutina. Al principio le parecieron inocentes y razonables las pocas jornadas que empleaba escalando montañas o montando bicicleta en una pista aledaña a un barranco, pero su tolerancia culminó cuando él le confesó su deseo de abandonar su oficio para experimentar el placer de la aventura de la que había carecido durante mucho tiempo. Ella se negó rotundamente, señalándonos a mí y a mi hermano como los que sufriríamos las consecuencias de su terrible locura. Convencido y entrando en razón, se conformó con fumar y comprar una cabaña a unos kilómetros de la ciudad que representaba toda la aventura de la que iba a disfrutar tanto durase el matrimonio.

También cuando llovía, podía yo disfrutar del olor a tabaco por más tiempo y con mayor concentración. Papá solía invitar a sus amigos a la cabaña de vez en cuando. Se sentaban alrededor de la fogata a discutir temas muy variados. Desde hombres enfundados en trajes costosos hasta otros con voces estentóreas y cicatrices que habían obtenido mientras subían una cuesta empinada con sus manos y pies descalzos como únicos instrumentos. Algo les era común, los unía, intrincaba los lazos de amistad entre ellos: todos fumaban. A veces traían consigo a sus hijos, a los cuales yo ignoraba por su ingenuidad. Mientras ellos jugaban a las escondidas, yo me sentaba en la escalera para admirar a papá. Cuando hablaba, sostenía el cigarro entre sus dedos y movía sus manos haciendo más vívido el retrato que describía a sus receptores. Sonreía cuando la narración se pintaba ante sus propios ojos. Mordía el cigarro y jugaba con sus rizos dorados al escuchar a los demás. La calamitosa lluvia golpeaba el tejado con brusquedad, y, aunque a veces me impedía escuchar la emocionante conversación que tomaba lugar en el salón, transportaba con sus impetuosas ráfagas de viento el delicioso aroma. Lo sentía danzar frente a mi nariz, detenerse en ésta y seguir su paso seductor. En esos momentos juré apreciar aún más la lluvia porque a su merced me deleitaba con la dulzura de una fragancia, aun dañina, exquisita. A veces papá se percataba de mi presencia en los escalones, y me llamaba con un dulce: Eva, ven aquí mi amor. Yo acudía a su llamado, sintiéndome capaz de encarnar la más solemne genuflexión. Él sonreía y me hacía sentar en sus rodillas. Frente a sus amigos hacía alarde de mis cualidades. Les decía: es tan parecida mí, la chiquilla. ¿No es hermosa?

Me sentía especial, querida, apreciada, y justo por el hombre a quien más admiraba. Tímida como era, salía corriendo, fingiendo que era la que llevaba la cuenta en el juego de los niños, ocultando el rubor en mis mejillas. Era invulnerable a las discusiones cada vez más frecuente de mis padres. Saber a papá orgulloso de mí me era suficiente para suponer que nunca se separarían.

Adriano aguarda mi llegada, reconozco dichosa. Me espera desde hace una hora, cuando se suponía ya habría cumplido las horas de trabajo que el contrato que firmé después de entregar una carta de renuncia me asignaba. Me demoraron las despedidas de personas aún renuentes a asumir mi renuncia. No logran entender cómo una joven que había iniciado una carrera empresarial con buen pie y exitosos resultados simplemente decidió abandonar todo lo logrado para elegir una vida errabunda. Tengo sed de aventura, les digo, tengo sed de aventura. Es inefable el enfado que esta noticia causó en mamá. Mediante insultos,me juró perpetua hostilidad porque sólo con eso podía amenazarme. Me dijo que tendría la misma fortuna de papá y que si me marchaba como él lo hizo, que no regresara nunca.

Una vez fuera de la oficina, divisé el cielo nublado y lo recibí como se recibe un regalo. Sonreí y lo tomé como una garantía de que mi elección, aun arriesgada, no está errada.

Me deslizo por las calles despreocupadamente. La sensación de libertad que recorre mi cuerpo me hace esbozar esa sonrisa víctima de miradas cargadas de desdén. Me pregunto si así se sintió papá el día en que se marchó. Me pregunto si no sintió ningún arrepentimiento como yo no lo siento ahora. No, no creo que se haya marchado con la consciencia limpia, quizás aún vive con la mancha, si es que aún vive y no ha encontrado la muerte que aparentemente buscaba en aquellos despeñaderos. Tiene que haber deseado, aunque sea una sola vez, no haber obrado como lo hizo. No pudo sentirse libre de culpas sabiendo que no fue sólo una mujer neurótica la que dejó, sino también a mí y a Roberto en los albores de la vida. O quizás esto tampoco cruzó sus pensamientos. Un viernes no regresó. Mamá nos calmaba a nosotros y a ella misma con que se había retrasado por un atasco en las calles, pero comprobamos cuán  falso era esta suposición cuando el tiempo pasaba y aún no teníamos noticias de él. No llegó a cenar. No se sentó en mi edredón ni besó mi frente para desearme buenas noches. No me despertó el olor a tabaco en la mañana siguiente, sino los sollozos de mi madre. Lloraba por el hombre al que yo había admirado y por el mismo que nos había abandonado.

Nunca regresó. Sus pertenencias permanecieron intactas, a excepción de aquellas pocas prendas que utilizaba cuando íbamos a la cabaña, por lo cual mamá, convencida de que él se había aislado unos cuantos días, mantuvo la esperanza de volverlo a ver cuando se sientiese capaz de reintegrarse a la rutina. Nunca regresó. Dejó la caja de cigarros en el mismo cajón. La cogí y la escondí bajo mi almohada, decidida a cuidarla hasta que volviese con una sonrisa en los labios y los rizos empapados por la lluvia. Nunca regresó. La comisaría investigó esta extraña desaparición, y mamá pronto obtuvo respuestas. Él se encontraba a salvo, feliz, en una isla tropical lejana a la que había huído. Había dejado claro que no quería ningún tipo de contacto con su ciudad natal, ni con sus amigos, ni con sus padres, ni con sus hermanos, ni con su esposa, ni con sus hijos. Había optado por una vida bohemia y no quería relación alguna con su pasado en cautiverio. Ni siquiera conmigo, la hija de la que clamaba estar orgulloso.

Retengo en mis pulmones el aire vespertino una última vez antes de pasar por el umbral del recibidor de mi edificio y su innecesario lujo. El aire que sopla en el interior es una imitación del que la ciudad nos ha arrebatado y que sólo nos devuelven los días lluviosos, creando así una ridícula atmósfera ficticia a elección de un termostato. Mis tacones repiquetean en el mármol mientras camino hacia el elevador. Saludo a los vecinos a quienes encuentro esperando su descenso y, una vez dentro, parsimoniosamente presiono el botón con un nueve impreso.

Dicen que la ausencia de papá me ha afectado negativamente. Discrepo. De haber optado por divorciarse siguiendo el protocolo que esta decisión ameritaba, como hacen todos, el impacto en mí habría sido mayor. De haber visto a mamá lanzar a la calle maletas atiborradas de las ropas de papá y al él rogar un perdón que a suerte suya no obtendría, hubiese sufrido su partida más profundamente. Siempre le agradecí el hecho de que se fuese sin una promesa de reencuentro, sin una despedida. Aún le agradezco que no cediera sumisamente la custodia a mi madre, aceptando vernos apenas una vez por semana, que no se casase con otra mujer y que no trajese al mundo un hermanastro objeto de los más arraigados celos.

El elevador arriba al último piso. No siento nostalgia al pasar por la puerta tras la cual se encuentra mi apartamento ya vacío. Subo las escaleras que conducen a la azotea.

Dicen que el dolor que me produjo la partida de papá es evidente y está manifestado en cada aspecto de mi vida. Dicen que por su culpa fumo ávidamente y que por él dejé mi trabajo. Dicen que por él me casé con un hombre diez años mayor, con los mismos rizos y con hábitos parecidos: Adriano. Dicen que lo quiero encontrar. Quizás tienen razón.

Adriano me espera. Está inclinado sobre el muro, dándome la espalda, contemplando la algarabía de la ciudad y el cielo nublado. Sobre sus pies se encuentran las pocas maletas que necesitamos para la travesía hacia la cual nos encaminaremos. Su cabello dorado ondea con el viento, siguiendo la misma dirección que traza el humo de su cigarro encendido. Me quito los zapatos y camino sigilosamente hacia él. No advierte mi presencia y se sorprende cuando mis intrépidas manos le arrebatan desde atrás el cigarro que oscilaba en su boca para colocarlo en la mía.

     —¡Eva! —se queja juguetonamente al voltearse.

Ase mi cintura con ambas manos y sin esfuerzo alguno deposita mi peso sobre el muro. Envuelve mi torso con sus brazos para evitar una caída de diez pisos hacia la calle. Busco el cigarro con los dedos y lo aparto de mi boca.

     —Así es como debió sentirse —aventuro.
     —¿Quién? —su aliento envuelve mi rostro.
     —Papá al irse. Libre. Feliz.

Nuestros labios se rozan con urgencia, necesitándose uno al otro. Las primeras gotas caen sobre nuestras cabezas, hasta que el cielo se desborda sobre nosotros. No hay necesidad de apresurarnos, de ponerle fin al beso. El tren no se va a marchar sin nosotros. Quizás allá, en los confines del mundo, papá, bajo la lluvia y con un cigarro en la mano, espera mi llegada.



El arte no muere si no es compartido, pero una vez se da a conocer, el esfuerzo del artista da frutos. He aquí mis relatos, cuentos, observaciones psicológicas y filosóficas, ya cansados de su exclusividad para conmigo misma.