Basta de confiar mis relatos a mi vil memoria, de ahora en adelante se los confiaré a ustedes (porque alguien me está leyendo, ¿no?).

domingo, 25 de diciembre de 2011

Luz

La inmensidad de aquella noche oculta
Oculta el viento, oculta la bruma,
Y cubre tras el velo de la espuma
El fulgor de la iluminada ruta.

Sus ojos no nos ven desvanecernos
Tras el suelo del sendero alumbrado,
Mientras andamos ambos de la mano
Esos ojos rehúsan conocernos.

¿Acaso conocen ellos la lumbre
De tu voz por mi voz enardecida,
La calidez de las manos asidas,
La inquieta agitación de la mansedumbre?

¿Conocen el amor que compartimos
Al besar bajo el muérdago de luna
Unos dulces labios sin prisa alguna,
Como únicos testigos los racimos?

¿Conocen como suena en el oído
El rápido latir de un viril pecho,
Y cómo un manto de astros como techo
Cubre a los que se aman en un vahido?

No, porque, ¿cómo van a conocerlo
Si ellos ni siquiera alzan la mirada,
Si no tienen en cuenta la enramada
Que sus cabezas ata con el suelo?

Ellos no ven siquiera las raíces
Del árbol de cuyas frondosas ramas
Hemos construido las firmes camas
Que contienen el sueño en sus matices.

¿Y qué importa que no lo vean ellos
Si además de verlo ambos lo vivimos
Si el amor nos une en sus racimos
Y aquel beso nos une en sus destellos?

La inmensidad de tus hombros me abriga,
No, ya no le temo a todo lo incierto,
No, ni al rumor vivo, ni al chime muerto
Porque me conforta tu mano amiga.

Creamos luz en el suelo andando
Las estrellas reflejan nuestros pasos.
Con cada uno de los sutiles trazos,
Juntos aprendemos a amar amando.

miércoles, 21 de diciembre de 2011

Jinete onírico



A aquél con quien me une la distancia


Y así se fueron nuestras noches,
perdidas en tu amplio dorado de carne impúdica,
las consumieron nuestros besos,
las capturaron nuestros versos,
danzando en la templanza de tus estremecimientos.

Me embriagué con tu alta fragancia,
más alta que el cielo y los altares, y del cáliz
probé el dulzor de tu sonrisa
y del grial probé tu risa
y naufragué en cada una de tus inquietas islas.

La distancia de nuestros cuerpos
unió nuestras voces temblorosas y asustadas
en un racimo de jacintos,
y ya hoy no nos es distinto
una caricia y una breve palabra afable.

Te amo y amo a aquellas noches,
reconociendo en ellas tu presencia absurda
de abstracto jinete de ensueño
que aún cabalga en lo estrecho
De mi vaga y a veces breve inexistencia.

Te amo en la distancia y a destiempo,
en cada una de tus encarnaciones,
en la fría brisa de la mañana,
en el sol que besa la piel y crea visiones,
en las ondulaciones de la mar,
en el sonido del silencio,
en la calma de lo inquieto,
en las alas de los aviones
como el que de mí te alejó,
convirtiéndote sólo en canciones.

Algunas cosas son reflejo tuyo
pero eres tú reflejo de muchas otras,
del trino del ave enternecido,
del frío de las noches aquellas 
de lo que nunca será y lo que pudo haber sido.

Jinete de las aguas de la inconsciencia,
te amo en la distancia y a destiempo.

martes, 22 de noviembre de 2011

Microrrelato: El poder de la imaginación.

—Todo lo que has oído de mí es cierto, no porque lo haya sido sino porque comienza a serlo.
—No puede ser verdad —dijo el joven, y el hada dejó de existir.

miércoles, 26 de octubre de 2011

Felicidad

Ya se ha alejado. Se habrá llevado su abrigo rojo y su olor a manzanilla. Habrá empacado su vestido y arrastrado su maleta hacia la puerta frontal donde algún familiar que hubiera acudido a su desesperado llamado la esperaría. Quizás las lágrimas caen copiosamente sobre sus mejillas, quizás su semblante refleja el mismo enfado de hace unos minutos. ¿Qué importa ahora? Se ha marchado, decidida con su obstinación característica a no regresar.

Su aroma matinal se me hará tan distante, aquél con el cual deleitaba mi olfato al enterrar mi rostro en la curva de su cuello. Su cabello ya no se enmarañará entre mis dedos ni sus labios se enredaran con los míos. Se llevó sus rizos. Se llevó sus besos. No incitaré su risa en las tardes ni consolaré su llanto en las noches. No envolveré mis brazos fornidos sobre los suyos delicados. Se los llevó y los ondea con un viento lejano. ¿Se habrá detenido a extrañarme? ¿Se habrá arrepentido de su determinación? ¿Ansiará retornar pero se sentirá impedida por su orgullo? ¿Qué importa ahora? Se ha ido, y estoy seguro de que no va a regresar.

domingo, 9 de octubre de 2011

¡Cuán gris!


Era el valle florido de la rosa y la ortiga,
Eran espumas las nubes, el cielo azul matiz; 
Él, con risa discreta, conservaba la espiga,
Yo, que lloraba en un pétalo, me sentía gris.

Eran sus labios finos y sus palabras mías;
El ruiseñor conoce el verso con el cual me amó.
"¡Te amo! ¡Te amo! ¡Te amo!" él, con efusión, decía,
Y yo, que ahora callaba... ¡cuán gris estaba yo!

Era tan bello el contraste de su nívea piel
Con sus cabellos negros y sus labios escarlatas,
Mas era tan insípida de su beso la miel,
Mas era tan opaca de sus ojos la plata.

Era el fulgor del sol de sus caricias testigo,
Y mi beso triste y amargo lo sabía feliz. 
Era su sentimiento liviano como el trigo,
Mas yo, que aún esbozaba lágrimas, estaba gris. 

sábado, 8 de octubre de 2011

Rima I

El cemento raso, el asfalto agrietado,
De mi paso el testigo,
De mi peso el amigo;
En la informe gravilla y el suelo esterado
Me alejo del sendero vil del castigo.

Y por el azulejo, el mármol, la arena,
Hoy sola me deslizo,
Hoy, admirando el piso,
Olvido el agrio semblante de mi pena;
Hoy el dolor no es más que un dejo escurridizo.

¿Cómo si no inclinando la cerviz, eludo
Cada hoyo y cada grieta,
Cada trampa secreta?
¿Y cómo sin mi mirada como escudo,
Esquivo el impío obstáculo en mi meta?

Mas hoy en el inmutable ritmo de mi andar
Un charco se atraviesa,
Que hoy, si cual represa,
Refleja el cielo azul cual celaje oscilar,
Desconocido ante mi ingenua entereza.

Y lo desconocido de este gran hallazgo
Hoy detiene mi marcha
Sobre el pasto y su escarcha,
Revelando el gran firmamento mesiazgo
Mostrando la gloria en sus aguas diáfanas.

Hoy alzo la mirada al paisaje en el cielo;
Olvido qué  rodea,
Me entrego a lo que sea,
Conociendo que no caeré en el anzuelo,
En el cebo o la trampa aunque no los vea.

El Señor me protege y cuida mi paso,
Hoy ya no desconfío,
Hoy camino con brío;
¡Me ha salvado del sendero del fracaso!
¡Me ha librado de la senda del desvío!

La personalidad robada

En el agitado San Florencio,pueblo que palpitaba al ritmo del reloj de la Gran Campana y alborotaba a los habitantes incitándolos a seguir su tempo, un hombre recorría las calles a zancadas acompasadas. La común afluencia de personas en las sendas peatonales observó indiscretamente cómo el hombre se abría paso entre la multitud. Le fue difícil atravesar la espesa muchedumbre y superar la velocidad del golpeteo de los segundos en el reloj, pero una fuerza desconocida lo ayudó en la empresa, permitiéndole correr velozmente. Llegó al porche de su casa, haciendo crepitar la madera bajo sus zapatos, y tocó frenéticamente la puerta.

  -     ¡Herminia! ¡Rápido, ábreme!- La desesperación era ostensible en sus gritos-¡Herminia!

Sus golpes frenaron repentinamente cuando su esposa abrió la puerta. La mujer se detuvo un momento tratando de descifrar la expresión de impaciencia en el húmedo rostro de su esposo. Él la apartó con desinteresada gentileza y cerró la puerta, asegurándose de que no quedara el más mínimo resquicio.

El doctor, quien había adquirido la costumbre de visitar a Herminia todas las tardes, estaba sentado cómodamente en un mueble. Su rostro adusto lo escudriñaba con curiosidad desde la esquina.

  -     ¿Por qué tanta prisa, Gael?- inquirió ella al haber tenido una mejor oportunidad de analizar el estado de desesperación de su esposo.
  -     ¡La he robado! ¡La he robado!- gritó y ocultó su cara entre sus manos a la vez que descargaba su peso sobre una silla. Gael, en esta posición, no pudo darse cuenta de la expresión de alivio que surcó el semblante de Herminia, quien pensaba que él la reprendería por su afinidad con el doctor.
  -     ¿Qué has robado?- se arrodilló a su lado.
  -     La personalidad de Salazar, la he robado.

Por un momento, la habitación se sumergió en un silencio sólo interrumpido por el brusco movimiento de las manecillas a la distancia. Hasta que Herminia se levantó del suelo y, con pasos trémulos se alejó de Gael.

  -     ¿Cómo no pensaste en el problema que nos causarías?- Lo reprendió-. Debiste haber robado su fortuna, es mucho más sencillo y no suscita repercusión alguna.
  -     Lo pensé en el camino, pero ya es demasiado tarde para devolverla. Ya debieron percatarse de su ausencia y tienen que estar buscándola- levantó la cara de entre sus manos para mirar con ojos angustiados a la mujer.
  -     No lo entiendo- sacudió bruscamente la cabeza-. ¿Por qué lo hiciste, Gael? ¿Por amor? Yo también te amo y no me ves robando las personalidades de las mujeres del pueblo.
  -     No hubiera sido necesario. Ustedes las mujeres comparten la misma personalidad, lo único que varía es su fisionomía y una que otra receta de cocina- esbozó una sonrisa inapropiada para su situación-. Además, el amor en la mujer es algo muy sencillo, ustedes aman con el corazón, nosotros con la mente y, por supuesto, los ojos, si es que amamos del todo.
  -     ¿Está diciendo que se apropió de esta personalidad por amor?- preguntó el doctor, que hasta entonces se había mantenido callado.
  -     En lo absoluto. El amor es algo peligrosísimo hoy en día. Arriesga la vida de uno y no le ofrece prestigio a cambio. Prestigio. El prestigio de Harold Salazar es la razón por la cual me he apropiado de su personalidad- se levantó de la silla y caminó hacia la ventana. A través de los visillos, se cercioró de que no había fisgones en la cercanía-. Ahora ayúdenme a esconderla, no querrán que la gente se entere de que están conversando con un ladrón.

Se agachó y desató los cordones del zapato, sacando la personalidad a la vista de los otros.

  -     Gael, no fue usted muy astuto al esconder la personalidad en su zapato- el doctor lo recriminó.
  -     ¿Por qué lo dice, doctor?
  -     No ha llegado con velocidad descomunal de la casa de los Salazar hasta aquí por casualidad. Ha corrido a velocidad de Harold. Si vuelve a esconderla ahí no tardará mucho en recorrer sus caminos, tantos los buenos como los malos.

Gael la sostuvo entre sus manos, dudoso.

  -     Escondámosla en tu sombrero- aconsejó la esposa, arrebatándole la personalidad de la mano e introduciéndola en el sombrero.
  -     Menos sabio todavía, Herminia- agregó el doctor, quien jugaba ausentemente con una pipa en su regazo-. Jamás volverá a pensar por sí mismo. Sus pensamientos serán los de Salazar. Su personalidad pasará a ser su identidad.
  -     Me temo que tendrás que tragártela- volvió a aconsejarle.
  -     Sólo si quiere que todas las palabras que articule sean las de Salazar -dijo con tranquilidad el doctor.

Ambos, Gael y Herminia, se miraron desesperanzadamente al percatarse de que no existía lugar adecuado para esconderla. Ella la metió dudosamente al chaleco de Gael.

  -     ¿Y aquí doctor? No hay influencia suficientemente poderosa como para adueñarse de un buen corazón.
  -     De un buen corazón, quizás, pero el de Gael sucumbiría ante la fuerza de la personalidad de Salazar. Dejaría de amar lo que alguna vez amó. A usted, Herminia, la cambiaría por la señora Salazar, y a sus hijos por los de él.
   -     ¿Cómo es que sabe todo eso?- Gael preguntó sorprendido por el conocimiento del hombre sentado en la esquina.
  -     No siempre fui el doctor prestigioso que soy ahora- admitió entre risillas.
  -     ¿No hay más lugares donde pueda esconderla?- La angustia le retornó al rostro.
  -     Me temo que no. Sería cortés de mi parte lamentarlo, pero eso está fuera de mí. Afronte las consecuencias de su decisión, Gael.

Un golpeteo con ritmo diferente al de la Gran Campana resonó en la puerta frontal de la casa. El doctor se incorporó y encendió la pipa.

  -     No quiero que me impliquen en otro crimen más que en el mío. Nos vemos mañana a la misma hora, Herminia- besó su mano indiscretamente antes de marcharse-. Buenas tardes.

Los martillazos del reloj se tornaron más audibles cuando el doctor abrió la puerta, dejando al descubierto al hombre uniformado que la había tocado mientras agarraba a otro hombre de rasgos caucásicos con rudeza. El doctor asintió una vez al pasarle por al lado y desapareció en el tumulto de personas en la calle.

Gael, asustado y a falta de otro escondite, introdujo la personalidad en su sombrero y se lo colocó en la cabeza. El oficial y el hombre entraron a la casa.

  -     Señor Salazar- le dijo a Gael-, este hombre ha pretendido ser usted todo este tiempo.

Herminia miró escandalizada el indiferente rostro del que solía ser su esposo, negándose a creer que la personalidad ya le había hecho efecto.

  -     Gracias, oficial- se le acercó y miró despectivamente al hombre esposado a su lado-. Déjelo libre, ya tiene mucho de qué lamentarse.

El hombre rubicundo, paralizado e inmerso en un mutismo de confusión, no fue capaz de protestar cuando el oficial le quitó las esposas y lo dejó en aquella casa desconocida. Observó, ofuscado, cómo el hombre a quien llamaban por su nombre se marchaba. El que alguna vez fue Salazar y la que alguna vez fue la esposa de Gael lo miraron caminar fuera de la casa, con el semblante indiferente que muestran los ignorantes.

  -     ¿Están mi mujer y mis niños muy preocupados?- preguntó mientras caminaban por las calles.
  -     Sí, señor. Lo han buscado toda la tarde.

sábado, 10 de septiembre de 2011

Tierra


Las olas mecen nuestro grácil lecho,
Enconmiable canto es su noble oscilar.
Resuena el sueño en tu cálido pecho
Al son salobre del inquieto mar.

Una corriente se asemeja a un bostezo,
Seductor, paciente y sumiso al encauzar.
Hemos zarpado sin prometer regreso,
Hemos anclado la nave en alta mar.

El horizonte oculta aquella costa,
Allá donde el viento zarandea al cedro.
¡No quiero más playa que tu sonrisa angosta,
Ni más ramas que tu pelo negro!

Este sol la gaviota lo desconoce,
Por aquí nadie osa deambular,
¿Mas dónde más sucumbir a tu roce?
¿Mas dónde más contemplarte dormitar?

Tu lucidez escurridiza regresa
Cuando la luna da la espalda a la mar;
Entre tanto celeste, azul, turquesa,
Mi tierra es el café de tu mirar.

sábado, 27 de agosto de 2011

Existo


     Una pared de músculos ya no aprisiona mis extremidades. Ya no hay oscuridad. Formas incomprensibles de proporciones inmensas luchan entre sí por un espacio limitado en una dimensión inestable. Les siguen los colores, tonos infinitos que se funden, que danzan sobre las figuras, desconociendo la superficie que deben ocupar. Se escapan. Viajan a través del espacio indefinido que nos separa, lo atraviesan, lo cortan, se posan sobre otras siluetas, dejando atrás oscuridad e iluminando su destino. Luz. Unas formas se mueven, otras no. Unas se agitan de un lado a otro en un patrón impreciso, zarandeadas por un espectro invisible ante mis ojos. Aire. Las figuras cuya fuerza y peso superan los del viento y se mueven por sí mismas adquieren rasgos, detalles. Concluyo que fueron esculpidas cuidadosamente, basándose en un mismo modelo, un molde común, variando únicamente en cuanto a tamaño y color. Los hechos se suceden unos a otros, a veces coinciden, pero una vez ocurridos no se renuevan, sólo se imitan. Tiempo. Mis manos se abren paso entre la superficie transparente. Intentan asirla, fallan. Muevo mis dedos sobre el límpido telón, trazando figuras igualmente invisibles. Soy sostenido por objetos, mi tacto los percibe, ¿me sentirán ellos a mí? Discierno una sensación de otra. La aspereza, la suavidad, la dureza, el frío, el calor. Seguramente cada forma tiene una textura y una temperatura distinta, quizá tan numerosos como los colores. Una sensación desagradable surca mi piel. Dolor. Inhalo el aire grávido de aromas. En él hay dulzura, acritud, amargor con sus respectivas intensidades. No puedo acapararlos por mucho tiempo. Exhalo, y junto al aire despedido se desprende de mí una vibración que resuena en el espacio. Sonido. El proceso se repite incansablemente. La sonoridad continúa, no sólo yo y las formas la emiten, proviene de un exterior ignoto, donde se inoculan e intercambian notas, acordes. Cesan mis gritos. Puedo apreciar lo agudo y lo grave, lo alto y lo bajo sin necesidad de atribuírles un significado. No lo necesitan. Mis sentidos trabajan juntos, recibiendo cada estímulo y fusionándolos, creando así un ambiente permanentemente cambiante, armónico. Unas manos similares a las mías me sujetan. El ser me refugia en sus brazos. Los susurros que profiere, aun no pueda decodificar el mensaje que pretenden transmitir, me tranquilizan, me inspiran confianza, me hacen sentir más allá de mi cuerpo físico. Amor, algo más sublime que el hecho de que ahora existo aun desconozca mi origen inescrutable. Amor, mi semejante pronuncia. Lo entiendo.

miércoles, 24 de agosto de 2011

Lo irrelevante

El tiempo, obnubilado por las situaciones que en él ocurren, pasa desapercibido. Deja tras de sí las ráfagas del final anticipado que nos rozan pero que apenas notamos. Ya no tiene intenciones, nosotros se las adjudicamos, lo culpamos aun no lo vemos, lo llamamos aun no lo queramos. El viento se lleva las huellas de lo que alguna vez fue, pero no a nosotros, que creemos mantenerlas y jugamos a imaginar su existencia. Si algo se acaba jamás vuelve a comenzar. Las acciones se imitan pero jamás se repiten. Nada es relevante, nada queda más que nosotros mismos y las repercusiones de lo que ya fue que cargamos voluntariamente. El tiempo pasa y creemos que la brisa que le arrebata el pigmento a nuestro cabello y marca las expresiones en nuestro rostro, es obra de un despiadado plan superior. ¿Lo es? ¿Lo son las acciones esporádicas, los actos superfluos, los sentimientos breves? No. No lo son. Todo pasa, nada queda. El tiempo no nos considera merecedores de su mirada. Todo es irrelevante.

domingo, 14 de agosto de 2011

Lluvia


(Relato de una hija)

Siempre me ha gustado ver el cielo nublado. No muchos aprecian la magnificencia de aquella nube que se posa sobre la ciudad, inexorable, de andares garbosos, amenazando con romper en llanto ante cualquier estímulo. Hay quienes al atisbarla osan llamarla mal tiempo. Temen a la lluvia, al olor a tierra mojada que se inmiscuye hasta en el territorio más urbanizado. Temen que la lluvia estropee aquella excursión a la playa con los amigos, aquella parrillada en casa de unos colegas. Temen que por su causa se vean encerrados en sus respectivas moradas, obligados a compartir tiempo con sus familiares. Prefieren dormir, consolándose con que, aun malogren los proyectos, las gotas que golpean bruscamente el vidrio de sus ventanas tienen una utilidad: invocar el sueño. Sin embargo, a veces las mismas gotas se empeñan en hacer lo contrario. Ellos se levantan en la noche precedida por un día soleado, enfadados. Maldicen al meteorólogo de aquella renombrada cadena de noticias, quien había pronosticado un falso panorama nocturno. Nadie les había dicho que iba a llover, nadie miró al cielo crepuscular para contemplar cómo las nubes se amontonaban hasta convertirse en una. Estaban demasiado ocupados con su teléfonos móviles, con los juegos de video, con el nuevo rumor sobre una infame vecina. Olvidaron cerrar las ventanas y ahora están empapados, se espabilaron porque en sus pesadillas naufragaban en un océano que al despertar no era más que sus sábanas. Maldicen un poco más y se duermen en un sofá con las sábanas secas que han sacado del armario, que el servicio se encargue de deshumedecer la cama en la mañana. Pero los que amamos la lluvia todavía existimos. Nos entretiene el compás de su caer, a veces sereno, despreocupado, apenas imperceptible, a veces apresurado, violento, furioso. La vemos manifestadas en gotas que se deslizan sobre nuestras mejillas, recordándonos que estamos vivos. Ver la lluvia caer me devuelve a mi infancia. Me devuelve a aquellos días en que Roberto, mis padres y yo escapábamos de la algarabía urbana para introducirnos en un bosque frondoso y aislado, en una cabaña que a mis ojos pueriles era inmensa y afable. Papá, más allá del entendimiento de la meteorología, podía pronosticar el tiempo atmosférico con una precisión digna de quien la establece. Algunos viernes llegaba temprano de su oficina, y con la seguridad de que llovería todo el fin de semana, nos ordenaba con gentileza que guardásemos en un morral nuestras pertenencias y con una celeridad hercúlea partíamos en su carro hacia la autopista. Yo, la aventurera, estaba encantada con los arrebatos de papá, de quien heredé dicha cualidad. A él y a mí nos encantaba trepar los árboles, pescar en el lago, dormir a la intemperie y bañarnos en la lluvia. Roberto todavía era muy pequeño para entusiasmarse, y mamá no hacía más que sacudir la cabeza de un lado a otro en negación y repetir en tono quejumbroso: lo que van a pescar en ese lago es un resfriado.

La razón por la que sucumbo ante un cielo nublado no es por saberlo presagio de buenos momentos, sino por su llana grandiosidad, su discreta belleza. Lo admiro más que a la lluvia misma. En él veo paciencia, cierta tierna indecisión. Lo veo dudar, no sabe si despojarse de su carga o si es mejor cumplir con el deseo de la mayoría y disolverse, desaparecer. El momento en que una nube adquiere forma de cielo y una ligera brisa con aroma de los cedros me hace tiritar es uno de los más placenteros.

Hoy el cielo está blanco, totalmente cubierto por esa masa de agua suspendida en la atmósfera. Camino por la acera, todavía húmeda por la llovizna que cayera hace unas horas. Los pedestres caminan presurosos, temiendo que la lluvia eche a perder sus peinados y sus caras pintadas. Me lanzan miradas desdeñosas, les preocupa la razón que me ha llevado a esbozar una sonrisa en medio un caos urbano tan explícito. Unos niños, aprovechando la sensación de libertad que les causa prescindir de sus madres por un cuarto de hora, se persiguen entre sí, vociferando palabras atrevidas. Unos hombres apostados frente a las tiendas fingiendo ver los escaparates le lanzan cumplidos de intenciones dudosas a las mujeres. Los automóviles que se desplazan a mi izquierda alternan el chirrido de los frenos con el sonido punzante de sus bocinas, espantando a quienes tienen la necesidad de cruzar la calle así como a los vendedores ambulantes y mendigos. Me noto imperturbable, me he entretenido con el clima. Es tentadora la idea de reducir la velocidad de mis pasos, extendiendo así mi trayecto hacia mi apartamento, pero Adriano, probablemente envuelto en un olor a tabaco, me espera.

¿Cómo no relacionar el tabaco con papá? Cuando no trabajaba, sin duda los momentos preferidos de su carácter bohemio, sacaba del receptáculo de su estante una caja de cigarros. Yo, a veces escondida tras el diván carmesí  de la sala, lo observaba encender uno y colocarlo entre sus labios. Él leía, charlaba con un amigo o miraba un partido de fútbol, e inconscientemente apartaba el cigarro de su boca y soplaba el humo que por unos instantes había aprisionado en sus pulmones. Con la indiferencia de un autómata, depositaba la colilla del cigarro en el cenicero y de la misma caja extraía otro. Una vez depositado en su boca, sus dedos se desentendían del asunto hasta que el proceso se repitiese. Siempre que se disponía a fumar yo trataba de permanecer cerca. Dejaba que el agradable olor resultante de este acto inundara mis pulmones.

Mamá nunca estuvo de acuerdo con que papá fumase. Ella nunca estuvo de acuerdo con nada que significara desinhibición para él. Pero sin duda lo prefería fumando dentro de casa, aun evocase llanto en el niño y deseo de seguir sus peligrosos pasos en la niña, que buscando su muerte fuera de ésta. No toleraba sus ansias de aventura. Se había casado con un hombre de quien desconocía su pasión por la adrenalina, la cual había adquirido después de una década de vida sedentaria en una ciudad, regido por las normas de la rutina. Al principio le parecieron inocentes y razonables las pocas jornadas que empleaba escalando montañas o montando bicicleta en una pista aledaña a un barranco, pero su tolerancia culminó cuando él le confesó su deseo de abandonar su oficio para experimentar el placer de la aventura de la que había carecido durante mucho tiempo. Ella se negó rotundamente, señalándonos a mí y a mi hermano como los que sufriríamos las consecuencias de su terrible locura. Convencido y entrando en razón, se conformó con fumar y comprar una cabaña a unos kilómetros de la ciudad que representaba toda la aventura de la que iba a disfrutar tanto durase el matrimonio.

También cuando llovía, podía yo disfrutar del olor a tabaco por más tiempo y con mayor concentración. Papá solía invitar a sus amigos a la cabaña de vez en cuando. Se sentaban alrededor de la fogata a discutir temas muy variados. Desde hombres enfundados en trajes costosos hasta otros con voces estentóreas y cicatrices que habían obtenido mientras subían una cuesta empinada con sus manos y pies descalzos como únicos instrumentos. Algo les era común, los unía, intrincaba los lazos de amistad entre ellos: todos fumaban. A veces traían consigo a sus hijos, a los cuales yo ignoraba por su ingenuidad. Mientras ellos jugaban a las escondidas, yo me sentaba en la escalera para admirar a papá. Cuando hablaba, sostenía el cigarro entre sus dedos y movía sus manos haciendo más vívido el retrato que describía a sus receptores. Sonreía cuando la narración se pintaba ante sus propios ojos. Mordía el cigarro y jugaba con sus rizos dorados al escuchar a los demás. La calamitosa lluvia golpeaba el tejado con brusquedad, y, aunque a veces me impedía escuchar la emocionante conversación que tomaba lugar en el salón, transportaba con sus impetuosas ráfagas de viento el delicioso aroma. Lo sentía danzar frente a mi nariz, detenerse en ésta y seguir su paso seductor. En esos momentos juré apreciar aún más la lluvia porque a su merced me deleitaba con la dulzura de una fragancia, aun dañina, exquisita. A veces papá se percataba de mi presencia en los escalones, y me llamaba con un dulce: Eva, ven aquí mi amor. Yo acudía a su llamado, sintiéndome capaz de encarnar la más solemne genuflexión. Él sonreía y me hacía sentar en sus rodillas. Frente a sus amigos hacía alarde de mis cualidades. Les decía: es tan parecida mí, la chiquilla. ¿No es hermosa?

Me sentía especial, querida, apreciada, y justo por el hombre a quien más admiraba. Tímida como era, salía corriendo, fingiendo que era la que llevaba la cuenta en el juego de los niños, ocultando el rubor en mis mejillas. Era invulnerable a las discusiones cada vez más frecuente de mis padres. Saber a papá orgulloso de mí me era suficiente para suponer que nunca se separarían.

Adriano aguarda mi llegada, reconozco dichosa. Me espera desde hace una hora, cuando se suponía ya habría cumplido las horas de trabajo que el contrato que firmé después de entregar una carta de renuncia me asignaba. Me demoraron las despedidas de personas aún renuentes a asumir mi renuncia. No logran entender cómo una joven que había iniciado una carrera empresarial con buen pie y exitosos resultados simplemente decidió abandonar todo lo logrado para elegir una vida errabunda. Tengo sed de aventura, les digo, tengo sed de aventura. Es inefable el enfado que esta noticia causó en mamá. Mediante insultos,me juró perpetua hostilidad porque sólo con eso podía amenazarme. Me dijo que tendría la misma fortuna de papá y que si me marchaba como él lo hizo, que no regresara nunca.

Una vez fuera de la oficina, divisé el cielo nublado y lo recibí como se recibe un regalo. Sonreí y lo tomé como una garantía de que mi elección, aun arriesgada, no está errada.

Me deslizo por las calles despreocupadamente. La sensación de libertad que recorre mi cuerpo me hace esbozar esa sonrisa víctima de miradas cargadas de desdén. Me pregunto si así se sintió papá el día en que se marchó. Me pregunto si no sintió ningún arrepentimiento como yo no lo siento ahora. No, no creo que se haya marchado con la consciencia limpia, quizás aún vive con la mancha, si es que aún vive y no ha encontrado la muerte que aparentemente buscaba en aquellos despeñaderos. Tiene que haber deseado, aunque sea una sola vez, no haber obrado como lo hizo. No pudo sentirse libre de culpas sabiendo que no fue sólo una mujer neurótica la que dejó, sino también a mí y a Roberto en los albores de la vida. O quizás esto tampoco cruzó sus pensamientos. Un viernes no regresó. Mamá nos calmaba a nosotros y a ella misma con que se había retrasado por un atasco en las calles, pero comprobamos cuán  falso era esta suposición cuando el tiempo pasaba y aún no teníamos noticias de él. No llegó a cenar. No se sentó en mi edredón ni besó mi frente para desearme buenas noches. No me despertó el olor a tabaco en la mañana siguiente, sino los sollozos de mi madre. Lloraba por el hombre al que yo había admirado y por el mismo que nos había abandonado.

Nunca regresó. Sus pertenencias permanecieron intactas, a excepción de aquellas pocas prendas que utilizaba cuando íbamos a la cabaña, por lo cual mamá, convencida de que él se había aislado unos cuantos días, mantuvo la esperanza de volverlo a ver cuando se sientiese capaz de reintegrarse a la rutina. Nunca regresó. Dejó la caja de cigarros en el mismo cajón. La cogí y la escondí bajo mi almohada, decidida a cuidarla hasta que volviese con una sonrisa en los labios y los rizos empapados por la lluvia. Nunca regresó. La comisaría investigó esta extraña desaparición, y mamá pronto obtuvo respuestas. Él se encontraba a salvo, feliz, en una isla tropical lejana a la que había huído. Había dejado claro que no quería ningún tipo de contacto con su ciudad natal, ni con sus amigos, ni con sus padres, ni con sus hermanos, ni con su esposa, ni con sus hijos. Había optado por una vida bohemia y no quería relación alguna con su pasado en cautiverio. Ni siquiera conmigo, la hija de la que clamaba estar orgulloso.

Retengo en mis pulmones el aire vespertino una última vez antes de pasar por el umbral del recibidor de mi edificio y su innecesario lujo. El aire que sopla en el interior es una imitación del que la ciudad nos ha arrebatado y que sólo nos devuelven los días lluviosos, creando así una ridícula atmósfera ficticia a elección de un termostato. Mis tacones repiquetean en el mármol mientras camino hacia el elevador. Saludo a los vecinos a quienes encuentro esperando su descenso y, una vez dentro, parsimoniosamente presiono el botón con un nueve impreso.

Dicen que la ausencia de papá me ha afectado negativamente. Discrepo. De haber optado por divorciarse siguiendo el protocolo que esta decisión ameritaba, como hacen todos, el impacto en mí habría sido mayor. De haber visto a mamá lanzar a la calle maletas atiborradas de las ropas de papá y al él rogar un perdón que a suerte suya no obtendría, hubiese sufrido su partida más profundamente. Siempre le agradecí el hecho de que se fuese sin una promesa de reencuentro, sin una despedida. Aún le agradezco que no cediera sumisamente la custodia a mi madre, aceptando vernos apenas una vez por semana, que no se casase con otra mujer y que no trajese al mundo un hermanastro objeto de los más arraigados celos.

El elevador arriba al último piso. No siento nostalgia al pasar por la puerta tras la cual se encuentra mi apartamento ya vacío. Subo las escaleras que conducen a la azotea.

Dicen que el dolor que me produjo la partida de papá es evidente y está manifestado en cada aspecto de mi vida. Dicen que por su culpa fumo ávidamente y que por él dejé mi trabajo. Dicen que por él me casé con un hombre diez años mayor, con los mismos rizos y con hábitos parecidos: Adriano. Dicen que lo quiero encontrar. Quizás tienen razón.

Adriano me espera. Está inclinado sobre el muro, dándome la espalda, contemplando la algarabía de la ciudad y el cielo nublado. Sobre sus pies se encuentran las pocas maletas que necesitamos para la travesía hacia la cual nos encaminaremos. Su cabello dorado ondea con el viento, siguiendo la misma dirección que traza el humo de su cigarro encendido. Me quito los zapatos y camino sigilosamente hacia él. No advierte mi presencia y se sorprende cuando mis intrépidas manos le arrebatan desde atrás el cigarro que oscilaba en su boca para colocarlo en la mía.

     —¡Eva! —se queja juguetonamente al voltearse.

Ase mi cintura con ambas manos y sin esfuerzo alguno deposita mi peso sobre el muro. Envuelve mi torso con sus brazos para evitar una caída de diez pisos hacia la calle. Busco el cigarro con los dedos y lo aparto de mi boca.

     —Así es como debió sentirse —aventuro.
     —¿Quién? —su aliento envuelve mi rostro.
     —Papá al irse. Libre. Feliz.

Nuestros labios se rozan con urgencia, necesitándose uno al otro. Las primeras gotas caen sobre nuestras cabezas, hasta que el cielo se desborda sobre nosotros. No hay necesidad de apresurarnos, de ponerle fin al beso. El tren no se va a marchar sin nosotros. Quizás allá, en los confines del mundo, papá, bajo la lluvia y con un cigarro en la mano, espera mi llegada.



El arte no muere si no es compartido, pero una vez se da a conocer, el esfuerzo del artista da frutos. He aquí mis relatos, cuentos, observaciones psicológicas y filosóficas, ya cansados de su exclusividad para conmigo misma.